Me habían dejado solo en una gran habitación que tenía algo de almacén y de archivo, con una mesa muy larga en el centro, con lámparas bajas que difundían una luz de clínica. Ahora no estoy seguro de si había alguna ventana, pero el caso es que no recuerdo haberme asomado a una. La habitación estaba en el piso catorce o quince de una torre de la Sexta Avenida, muy cerca del tráfico de la Calle 42, agravado aquella mañana por esa mezcla vengativa de lluvia helada y viento que se abate sobre Nueva York algunos días de invierno. Pero en mi recuerdo de la habitación hay un silencio de cripta o cámara de seguridad que se confirmó cuando una secretaria se me acercó calladamente por detrás para pedirme que leyera y firmara una declaración de confidencialidad, uno de esos meticulosos documentos legales a los que hay tanta afición en Estados Unidos. Me comprometía a no sacar nada del archivo sin autorización expresa y a no difundir nada de lo que encontrara en él sin acuerdo previo con la institución que me había invitado. Leí por encima, más que nada por no dar una impresión de falta de seriedad a la secretaria, y firmé con mi descuido español, con prisa, para seguir volcado sobre las fundas de plástico de los archivadores en los que estaba viendo, en tiras de contactos, las más de cuatro mil fotos de la llamada maleta mexicana de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, Chim.
La llegada de la secretaria me había sacado fugazmente de la cripta de tiempo en la que volví a sumergirme durante varias horas. Una semana antes había recibido un correo electrónico de Cynthia Young, del International Center of Photography. Estaban terminando de catalogar esos millares de fotografías y les quedaban dudas sobre algunos de los personajes y los lugares que aparecían en ellas. Si a mí no me importaba, si tenía tiempo, me agradecerían que fuera a revisarlas. Peleando con un paraguas que desbarataban los golpes contrarios de viento de todas las esquinas, avanzando entre la gente apresurada y el tráfico mientras la lluvia me calaba los zapatos y me mojaba en frías rachas casi horizontales los pantalones llegué a la torre contigua al edificio donde está la sala de exposiciones del ICP. Unos minutos después me había olvidado de la lluvia, de la mañana de invierno, de las sirenas de los camiones de bomberos, de Nueva York, del presente. Estaba sentado en un extremo de aquella mesa tan larga, bajo la luz blanca de las lámparas, y tenía delante de mí cinco enormes archivadores de anillas, de tapas negras. Dentro de ellos estaba mi país. Era como haber levantado la tapa de un baúl que nadie ha abierto en muchísimos años y recibir de golpe todo el olor del tiempo, el pasado intacto, en estado puro, dolorosamente familiar y al mismo tiempo desconocido; era como encontrar de pronto un yacimiento arqueológico de mi vida más íntima: de esa parte crucial de la propia vida que tuvo lugar antes de que uno naciera.
Cynthia Young, una mujer seria, joven, concentrada, tensa a la manera americana, me propuso que eligiera alguna foto que me gustara mucho y escribiera un ensayo breve sobre ella para el catálogo. Pero cómo elegir, entre aquella abundancia, entre tanto dolor de hace ya casi tres cuartos de siglo, preservado en frágiles negativos, salvado casi por un milagro del azar de la gran catástrofe de Europa. En cada foto había una sorpresa, una desgarradura, un reconocimiento. Vi campesinos trillando en el campo en cualquiera de los veranos de la guerra. Vi milicianos con alpargatas, con sombreros de paja, con cascos desiguales procedentes de quién sabe qué batallas, durmiendo tirados sobre la tierra pelada, derrumbados de agotamiento, o compartiendo platos de rancho, o lanzándose al asalto por laderas pedregosas. Vi un hombre con boina sucia y cara sin afeitar que lleva en brazos a un chico grandullón que está herido o está muerto, y detrás de él una pared encalada, y un portalón de maderas viejas. Y en cada uno de esos detalles reconocía con pena y ternura las superficies tan ásperas de mi país, que era tan pobre en los tiempos en que se tomaron esas fotografías, que lo siguió siendo cuando yo empezaba a tener recuerdos. Mi mundo verdadero estaba en las fotos, no en la sala de la que me había olvidado, no en la ciudad que se extendía más allá. Esas personas que las habrían examinado y catalogado, qué sentirían cuando vieran lo que para mí era pura memoria, cuando comprobaran en las enciclopedias los datos de una guerra nebulosa y exótica, con figurantes de uniformes tan desiguales, con mujeres y niños a los que se les veía correr huyendo de las bombas por calles abstractas de ciudades en guerra, en las que un letrero, un cartel medio desgarrado en un muro, me permitían a mí identificar un lugar exacto, una fecha.
A veces reconocía caras, y como eran fotos que no se han visto nunca o casi nunca la persona retratada cobrada una presencia estremecedora: Manuel Azaña, fotografiado por Chim, quizás en la primavera de 1936, o a principios del verano, en el tiempo tan breve que pasó entre su elección como presidente de la República y el comienzo del desastre, más cercano y verdadero porque no está posando, porque el fotógrafo lo ha tomado por sorpresa mientras charla y gesticula; Hemingway, compartiendo cigarrillos y risas con algunos militares y con Herbert Matthews, el valeroso corresponsal de The New York Times; Dolores Ibarruri, pensativa, no épica ni declamatoria, en un interior de penumbra, recostada en un sofá; y Federico García Lorca, visto de golpe, al pasar una página, inédito en ese gesto de atención cotidiana, la cara carnosa moldeada por una fuerte luz matinal, la chaqueta moderna, como de entretiempo, la corbata clara resaltando contra la camisa más oscura, un hombre joven en la plenitud de sus treinta y siete años, una mañana como cualquier otra de una vida en la que no hay ningún indicio del espantoso porvenir: el porvenir que no está fijado, que podría no suceder.
Cynthia Young me señaló una foto sobre la que no tenía ninguna pista, tomada desde una ventana: una calle ancha, con edificios altos a los lados, con toldos, con largas sombras como de principio de la mañana o final de la tarde, con automóvil y figuras diminutas de gente. Al instante reconocí la Gran Vía de Madrid, una mañana tal vez de principios de verano, por los toldos que hay en casi todos los portales, y deduje por el ángulo el lugar donde había sido tomada la foto: una ventana alta del hotel Florida, que estaba en la esquina de Callao, y donde se alojaron durante la guerra tantos corresponsales y visitantes extranjeros. Pero fijándose bien no hay signos de guerra: es una hora temprana, el aire permanece fresco en las zonas de sombra, circulan los coches, desde la distancia de la ventana muy alta se ve a la gente caminando sin miedo, sin demasiada prisa.
Rediscovered Spanish Civil War negatives by Capa, Chim, and Taro. International Center of Photography. Nueva York. Hasta el 9 de enero de 2011. www.icp.org. antoniomuñozmolina.es
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